Hace más de dos años que asisto a un taller de escritura con la escritora de Sant Feliu de Codines Gemma Minguillón. Aquí pondré los relatos que salen de ese taller.

CUENTO DE OTOÑO



Sant Narcís era un pueblecito situado en el fondo de un valle, que rebrotaba con la primavera desde los altos pastos de las montañas circundantes y se refrescaba en verano con las sonrisas de los niños, -vagabundos sin colegio-, por los campos. Sus casas estaban hechas de gruesas paredes de piedra, abrigando el calor del hogar prendido todo el invierno. En sus calles empedradas, se paseaban hacia el huerto los hombres con sus mulas y carretas; perros sin amos y gatos que aprovechaban los ratitos de sol para calentarse sobre los ladrillos cocidos. Las viejecitas con sus trajes negros acudían a misa de doce a la pequeña ermita, cuyos muros antiguos verdeaban con unas briznas de hierba aprovechando las pocas horas de luz. A las cuatro de la tarde, las altas montañas tapaban el valle y todo era entonces oscuro, una noche mágica en la que el humo de las hogueras ascendía como figuras espectrales hacia un cielo plagado de estrellas.

Pero aquel otoño, se volvió más frío que de costumbre. Grandes máquinas, con aliento de hierro aparecieron para recordarles que pronto deberían irse de allí. A los pocos ancianos que quedaban, les daba igual vivir y morir en aquel pueblo o en el que se estaba edificando en lo alto de la loma. Eso sí, exigieron que les construyeran un cementerio en el lugar más soleado y trasladaran allí los restos de sus parientes difuntos, puesto que para ellos su tierra, estaba allí donde yacían sus muertos.

El valle se cubrió de agua, un año más tarde. Desde sus casas apareadas, con calefacción y agua caliente, paneles solares, ventanas de aluminio Climalit y balcones con barrotes de forja, los ancianos miraban con cierta añoranza como el agua iba cubriendo, primero las casas más bajas, las calles, la mina, el dispensario, la taberna, el colegio, las balaustradas de madera cubiertas de geranios en primavera y por último la ermita de Sant Narcís. Todo desapareció, engullido por un manto marrón. Se inundaron los lugares sagrados donde habían sido bendecidos, uno a uno, los aldeanos que ahora miraban impasibles el agua ascender por las piedras centenarias. Todo aquello tenía una buena finalidad; proveer de agua a la gran ciudad y los buenos fines exigen a veces retribuciones ingratas. En poco tiempo, ya no quedaba nada visible de Sant Narcís Vell, y todos entraron a refugiarse en sus casas nuevas con paredes de pladur y suelo de gres catalán.

Pere había nacido en Sant Narcís Vell, “–Hacía ya... ¿más de cuarenta años?”- pensaba sentado bajo un árbol mirando el aspecto sereno del agua al atardecer. Cuando tenía siete años, su madre le enviaba a pastorear las vacas a lo alto de la montaña y desde allí divisaba el pueblo, justo desde el mismo sitio donde estaba sentado. La encina que le daba sombra, había ido abriendo sus ramas mientras él se levantaba centímetro a centímetro del suelo. Y el riachuelo, serpenteante, había amainado su sonido con el paso del tiempo. Creció contemplando el pueblo desde arriba y ahora era el pueblo el que le observaba desde lo alto de la loma. Miró hacia atrás mientras las casas iban abriendo sus ojos a la noche y suspiró. Un suspiro largo que le trajo aroma a pan recién horneado.

Pere no era muy inteligente, todos en el pueblo lo sabían. Cuando vivían en Sant Narcís Vell a nadie le importaba demasiado su aspecto de dejadez, ni que cantase canciones por la calle en voz alta o que hablase a las palomas imitando su arrullo. Pero en Sant Narcís Nou, era diferente. Las calles adoquinadas y arboladas, con indicaciones de no llevar a los perros sueltos, y setos delimitadores de los pocos espacios verdes entre casa y casa, no parecía tener mucha concordancia con el hecho de que Pere llevase los pantalones medio rotos y orinase en las esquinas delante de los niños que, ahora huían horrorizados, cuando antes hacían lo mismo que él. Consideraba que él no había crecido como los demás y aún se permitía el lujo de hacer las mismas cosas que hacia cuando era un chiquillo.

A pesar de todo, los viejos habían ido muriendo y Sant Narcís Nou se iba poblando de personajes que dejaban sus primeras residencias en la gran ciudad. Con ellos se hacían más casas, más cemento se esparcía sobre la tierra parda de las montañas. Las casas guardaban un aspecto similar a las que tenían las del pueblo viejo, piedra y madera, pero dentro de ellas latía un corazón más urbano y cosmopolita.

Aquella tarde le habían echado del súper por que tenía las manos sucias y no podía tocar los productos con tanta roña en los dedos.


– Ve a lavarte, guarro – la había gritado la señora Montserrat estirando su moño hacia arriba –. No entres más aquí con esas uñas de mierda.

Se miró las manos y pensó que quizás si que estaban un poco sucias. Había estado buscando gusanos para pescar y como siempre, se las había fregado en los pantalones de pana. El riachuelo le condujo al pantano, y allí sentado, al borde del agua perdió la noción del tiempo sin que por su cabeza circulara pensamiento alguno. En un momento, ya no se acordaba de que le habían echado del súper ni por que. Allí estuvo sentado hasta que la luna salió por un horizonte blanco e inmenso.

Introdujo las manos en el agua y se preguntó porque la luna la calentaba más que lo hacia el sol si éste brillaba con más fulgor. No lo entendía, como había tantas cosas complicadas que pronto se le iban de la cabeza. Sin darse cuenta, se vio arropado por un airecillo tenue que hacia mover las hojas de los árboles delicadamente y le susurraba palabras al oído.

–Pere...–escuchó una voz armoniosa que le llamaba.

Volvió la cabeza a ambos lados para buscar de donde provenía aquella misteriosa voz, pero no vio a nadie. De nuevo cerró los ojos y la voz se tornó más intensa.

–Pere...eres tan descuidado como cuando traías las vacas a la montaña y las
dejabas pastar a su aire, mientras echabas tu siesta recostado allí.

Abrió los ojos rápidamente y vio una hermosa joven que le señalaba el árbol bajo el que sentaba cuando iba a pastorear.

La miró sorprendido intentando recordarla pero no era como las muchachas del pueblo. No había ninguna joven tan hermosa en Sant Narcís Nou. La recordaría sin duda si alguna vez la hubiera visto antes.

–No te conozco... –le respondió levantando la cabeza con desconfianza - ¿Cómo
sabes que llevaba vacas?

La Joven se sentó a su lado, dejando bañar sus pies desnudos en la orilla del agua.

–Te veía muchas veces desde abajo sentado en la roca cuando solo eras un niño. A
veces subían los chicos del pueblo y les perseguías porque te decían que eras
tonto, después te costaba bastante trabajo reunir de nuevo a las vacas.
Pere
pensó que se trataba de una de aquellas niñas que le miraban de lejos con
expresión de miedo.
– ¿Te fuiste del pueblo?– le preguntó con extrañeza.

Nunca antes una chica había conversado con él y trató de esconder las manos sucias. Ella tenía el pelo largo, claro, sedoso y una mirada resplandeciente. No sabía muy bien porqué, pero aquella joven le evocaba recuerdos de su antiguo pueblo. La miraba a los ojos y creía oír las voces de los niños correteando por sus calles, apreciar el olor a la leña quemada que emanaba de las chimeneas, oler la comida recién hecha…

– ¡Siempre estuve aquí! –exclamó la joven mirando hacia las aguas profundas y
turbias del pantano – Recuerdo cuando te escapabas del colegio y corrías a
esconderte en las cuadras detrás de las vacas para que no te encontraran.
Pere la miraba boquiabierto, él nunca supo que alguien hubiera descubierto
su escondite.

La muchacha le recordó también los veranos bajo el sol y los días de fiesta en que su madre le vestía con un traje limpio que guardaba de domingo a domingo y le llevaba a la ermita para escuchar misa. Resultaba extraño, porque sin decir una sola palabra ella le evocaba todos esos recuerdos.

Estuvieron sentados a la orilla del pantano casi hasta el alba, en silencio, Pere pensó que estaba soñando, pero cuando el sol empezó a despuntar en un horizonte violeta, ella dijo que se tenía que ir.
– ¿Volveremos a vernos?– le preguntó Pere entusiasmado por el reencuentro.

En su interior sabía que sí volvería a verla.

– Yo siempre estoy a aquí, en el pantano.

Pere la vio marcharse caminando cerca de la orilla en dirección contraria a Sant Narcís Nou.

Volvió a las calles nuevas y asfaltadas de la localidad con el rostro resplandeciente, ¡ era la primera vez que una muchacha se sentaba junto a él ! Había pedido ese deseo tantas veces mientras disparaba piedrecillas al agua y miraba las hondas que se formaban, que ya lo había dado por perdido. El corazón le latía con fuerza y en el estómago sentía un cosquilleo nervioso. La gente que se cruzaba con él le miraba como siempre con gesto de desdén; los chicos con risas socarronas al señalarle los pantalones de pana empapados hasta la rodilla y el jérsey raído; y esta vez si que sintió un leve sonrojo.

Había estado pensando todo el día en ella, por eso aquella tarde se duchó en su cobertizo, refugio de vacas y que había transformado en su casa. Seleccionó de un arcón la ropa que ponerse, aunque casi toda tenía algún descosido o alguna mancha; fue desperdigando pantalones y camisas por el suelo hasta que encontró lo que le pareció apropiado. Después se peinó de lado, ayudándose con un poco de agua dejó el pelo bien prieto y se miró al espejo:

–Estoy diferente –, pensó, se parecía más a la gente que siempre le atosigaba
con sus malas caras y sus sermones.

Así que ya podía salir a la calle para reunirse de nuevo con la muchacha del pantano.

Anochecía. Algunas personas cansadas caminaban por las calles, él andaba con pasos cortos y cierto pudor al ver que la gente bromeaba de su aspecto.

– Pere ¿vas a una boda o algo así? –le dijo uno.
– Vete a dormir la mona un rato – protestó airadamente, para que viesen que seguía siendo el mismo.
Cuando llegó al pantano se sentó en el mismo lugar, sin importarle las horas que debiera pasar allí. Se tocó el pelo para ver si aún continuaba bien puesto y esperó, mientras observaba las aguas complacientes bañadas por los destellos de la luna. No se dio cuenta por donde había venido, pero allí estaba de nuevo mirándolo con una sonrisa, que le pareció más bella que el día anterior. Su silueta resplandecía entre aquel paraje como si formarse parte de la naturaleza. Se había vestido de fiesta, como él, con un traje blanco de gasa que danzaba con ligeros movimientos. Formaban una buena pareja.
– ¡Qué pronto has venido hoy! – exclamó la joven.
– Sí –respondió únicamente, un poco trastornado por la emoción, mirándola
perplejo como si estuviese viendo una alucinación.
Ella le extendió su mano y él se levantó para cogerla. Cuando rozó su piel notó como si un enjambre de mariposas revoloteara dentro de él y nublaran su vista. Entonces se vio dentro de las calles de su antiguo pueblo; unos niños corrían gritando algo mientras sus risas se escuchaban desde los balcones cargados de flores. Reconoció a uno de ellos, era Pau, ese que en Sant Narcís Nou iba siempre con la cabeza muy alta, le miraba como si no le conociese y nunca sonreía. Pero en Sant Narcís Vell, Pau si que reía con fuerza, jugando al escondite con sus amigos, escondiéndose en los pórtales.

Luego vio a un grupo de ancianas que al atardecer sacaban las sillas a la entrada de sus casas y hablaban distendidamente unas con otras. Olió el agradable aroma de castañas asadas que emanaba de una de las chimeneas y se esparcía por todos los sitios, mientras las campanas de la ermita anunciaban que se acercaba la noche de difuntos. ¡Qué bien! Todos prepararían aquellos pastelillos de almendra y piñones y asarían boniatos y calabaza para cenar.
Y se vio a si mismo andando sobre el camino empedrado dirigiendo a las vacas hacia el establo, mientras se cruzaba con sus vecinos que lo saludaban amablemente
– ¡Buenas noches, Pere! ¿Cómo está tu madre?
– Es... es... está mejor, gracias – tartamudeaba si se trataba del maestro o del cura quien le preguntaba.

Volvía a casa, al calor de la chimenea que su madre mantenía siempre encendida y su casa olía a sopa y a pan. Mamá estaba siempre al lado calentándose la espalda dolorida y meciéndose en una butaca de madera. Las noches de otoño eran frías en Sant Narcís Vell, pero era un frío más arropado al calor del hogar. Estar en casa, al lado de su madre y sintiendo la mano de aquella joven que le acompañaba hacia esos lugares le hacia sentir una felicidad que había desaparecido engullida por el agua.
– ¿Quién es esa joven?– preguntó mamá con una gran sonrisa.
– Es Bibiana- dijo Pere. Sin saber porque sabía su nombre sin habérselo preguntado – La joven del pantano.
Pere a pesar de sus cortas luces comprendió que la joven no era más que el alma de su viejo pueblo, resplandeciente, bello, entrañable y feliz. De sus ojos emanaba toda la luz y la fuerza del valle, verde como el jade y sus labios rojos eran el ímpetu con que resistían sobre la tierra las piedras, enraizadas al suelo mientras las algas y los peces se hacían dueños de puertas y ventanas. Bibiana siempre había estado allí, y le había aceptado como era. Nunca se había burlado de él porque sus almas eran una sola, un solo corazón que palpitaba entre Sant Narcís Vell y Sant Narcís Nou. Supo que no estaba solo, que nunca había estado solo y nunca más volvería a estarlo.

A Pere nadie volvió a verlo en Sant Narcís Nou.

Durante algunos días se rastreó el pantano, porque pensaron que se podía haber suicidado desesperado por la mala vida que llevaba, incluso celebraron un funeral al que acudió casi todo el pueblo. Todos hablaron de lo buena persona que era y su manera ejemplar de tratar a los niños y a los ancianos, a pesar de su retraso mental. Algunos confesaron sus sentimientos de culpa por no haber hecho nada para evitar que viviera solo en un cobertizo de vacas tras la muerte de su madre.

Le recordaron con el cariño que solo se manifiesta a los muertos.

Los días se volvieron más oscuros, la noche se alargaba entretejiendo las hojas que caían de los árboles para formar una alfombra que tapizaba el suelo. Los niños volvían pronto a sus casas y miraban la televisión hasta la hora de irse a dormir. Las casas cerraban, poco a poco sus ojos y por las calles desiertas circulaba un viento que provenía del pantano. Si alguien se hubiese dedicado a escuchar, hubiese podido percibir unos pasos tenues sobre las hojas caídas a la orilla del pantano y la silueta de una muchacha resplandeciente en la fría noche de otoño.






No hay comentarios:

Entradas populares

Vistas de página en total

CONTADOR


contador de visitas