Hace más de dos años que asisto a un taller de escritura con la escritora de Sant Feliu de Codines Gemma Minguillón. Aquí pondré los relatos que salen de ese taller.

EL REY MIDAS



Es el tercer relato que hago para el Taller d'Escriptura de Bigues i Riells y me lo estoy pasando bomba. Esta vez se trata de elegir un personaje conocido por todos y cambiarle todos los esquemas, darle un giro de 180 grados para que parezca otra persona. Lo pensé mucho, Caperucita, El lobo feroz, Cenicienta, Los tres cerditos... hay para elegir. Entonces me vino a la memoria uno de esos  personajes que en la infancia que más me impactó (cuando era niña leíamos cosas muy raras). El Rey Midas, aquel que todo lo que tocaba se convertía en oro y acabó sus días solo sin poder comer ni beber. Desde luego un personaje singular. Y me he decidido por él. Aquí lo tenéis

   

 


EL REY MIDAS



 Hace muchos, muchos años en un país muy lejano vivía un rey que todo lo que tocaba se convertía en oro. Midas era su nombre. Y no, no es que todo se transformase en reluciente metal si no que tenía el don de saber qué es lo que tenía que hacer en cada caso para que cualquier cosa fuese un éxito.

Pero el rey Midas nunca había sido feliz. Tenía el reino más próspero y avanzado del mundo conocido y por las mañanas le costaba levantarse de su cama y mirar por la ventana como todo florecía y el sol brillaba con tonalidades doradas por doquier.

Su esposa estaba desesperada, inventaba las mil y una para convencerlo cada día de que luciese su corona de diamantes, su manto de terciopelo y su cetro de puro oro. Cuando lo situaba ante el espejo para que contemplara su grandeza, Midas bajaba la vista, apesadumbrado. Y eso que era un hombre alto y esbelto, con cabellos rubios ceniza que remarcaban sus ojos azules y su perfecta nariz griega. De labios carnosos y sonrosados y de manos blancas como la leche, sus dedos eran finos y largos como los de un pianista.

—¿Ves, amor mío? - le decía su linda esposa. — Eres el rey más apuesto que existe en el mundo. Tienes los mejores trajes, el mejor terciopelo y las sedas más exóticas. 

El rey Midas bajaba la cabeza y negaba con un ademán triste. Se quitaba la capa, la corona y junto al cetro lo dejaba encima de la cama. Su esposa no le comprendía, nadie le comprendía. Miraba a través de los cristales plomados y allí permanecía horas con los ojos perdidos en la lejanía.

La reina llamó a todos los sabios que conocía para investigar de donde nacía la tristeza de su esposo. Siete sabios acudieron, los más sabios de los siete reinos. Uno a uno probaron pócimas con él con diferentes resultados; la Raíz de la Alegría le provocó llantos incontrolados, el Agua de la Montaña Roja hizo que sintiera un gran ahogo en el pecho, la Botella de Aire de los Siete Vientos lo mantuvo en cama una semana con un fuerte constipado y así pasó con todo lo que le daban: la Flor de la Risa, el Jarrón de Suspiros, la Caja de Espuma de Mar, el Fuego de la Cueva del Olvido… El rey Midas iba enfermando lentamente y llegó el día en que ya no se levantaba de la cama, no quería comer ni beber y su esbelto cuerpo iba languideciendo a la par que el brillo de sus ojos azules.

La reina velaba sus pesadillas día y noche y viendo próximo su último aliento decidió llevarle lejos del reino, al Valle de las Montañas del Exilio, aquellas que se veían desde su ventana a lo lejos. Así que mandó preparar un carruaje y siete lacayos con siete bellos alazanes. El rey y la reina viajaban sentados en cojines de Plumas de Oca del Mar de los Deseos. 
Atravesaban un bosque de árboles centenarios cuando uno de los ejes del carruaje se rompió. Los sirvientes acudieron presurosos a arreglarlo, pero ninguno de ellos sabía muy bien cómo hacerlo. Cuando ya habían pasado varias horas, el rey bajó aprovechando sus pocas fuerzas y se dirigió a los hombres que suspiraban nerviosos.

—¿Qué ocurre? —  preguntó con su perfecta y modulada voz real. Ninguno de ellos se atrevía a decirle nada por lo que él mismo miró el eje roto. — No os preocupéis. Lander, detrás de esos árboles hay una cabaña donde habita un herrero, ve allí y pídele sus herramientas. ¡Ah! Y entrégale este anillo de esmeraldas en pago.

Cuando el lacayo volvió el rey con sus propias manos arregló el desperfecto en un plis plas. Subió al carruaje y siguieron el camino.

—Pero, querido, ¡tus manos! Están sucias y enrojecidas, te saldrán durezas.

—No ocurre nada, mujer mía. Me siento mejor así.

Siguieron el viaje toda la noche y al despuntar el alba llegaron a unos campos donde un hombre lloraba la muerte de su mula. El rey cogió uno de sus alazanes y lo ató al arado y él mismo continuó el trabajo mientras el hombre y sus lacayos enterraban la mula muerta.

—Quedaos con el caballo, buen hombre. Vendedlo y podréis comprar cinco mulas para arar vuestro campo.

Cuando subió al carruaje su mujer gritó desesperada:

—¡Querido! Tu ropa está llena de tierra y tu bello cabello se ha engrasado por culpa del sudor.

—No ocurre nada, mujer mía, me siento mejor así.

Faltaba poco para llegar al viejo castillo familiar y en el camino encontraron a una familia de campesinos que iban al mercado arrastrando ellos mismos su carro. El rey dio el alto y enganchó los dos carros e hizo subir a los campesinos al lado de ellos. Eran una pareja joven con tres hijos pequeños de aspecto muy pobre.

—Pero, querido…

—No pasa nada, mujer mía. Vamos al mismo lugar.

Cuando llegaron al castillo se dieron un baño de esencias y se fueron a dormir. Por la mañana la reina despertó y no encontró a su esposo a su lado. Asustada salió a los pasillos a preguntar por él. Sólo un niño con una túnica raída de lana supo decirle que le había visto dirigirse a los campos. Pensando en lo peor, corrió hacia allí. Sabía que su esposo había venido a morir en el valle.

—Buen hombre, ¿ha visto por aquí a mi esposo, el Rey? - preguntó a un campesino que recogía coles y profería un fuerte olor a sudor. Tenía los pantalones arremangados y sucios de barro y una camisa blanca llena de lamparones.

El hombre levantó el rostro que ya comenzaba a adquirir la rojez del sol y con las manos sucias de tocar la tierra miró a la mujer con una amplia sonrisa.

No pasa nada, mujer mía. Ahora sí que soy feliz del todo.
Y la reina comprendió que su amado esposo prefería cavar la tierra, arreglar cercas y ruedas y acudir al mercado a vender sus productos a tener las mejores sedas, oros e inciensos y todas las comodidades de su vida de rey.

Y entonces hizo lo que cualquier reina en su caso hubiese hecho, se arremangó su vestido de seda y se acercó a Midas y mientras él recogía las coles de la tierra ella las depositaba en un cesto de mimbre con todo su amor.

Y así fue como el rey Midas y su esposa fueron felices para siempre




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